DECADENCIA DEL ESPÍRITU DE NACIONALIDAD,
POR NICOLÁS PALACIOS

Trabajo escrito por don Nicolás Palacios Navarro


Como epílogo al estudio del problema salitrero, publicado en El Ferrocarril y La Unión, había prometido escribir para esos mismos diarios Un artículo sobre el tema de la presente conferencia.

En aquel estudio demostré, valiéndome de documentación incontrovertible: 1º que la industria salitrera, cuyas rentas forman la base económica de la nación, está seriamente amenazada por la producción del salitre artificial, que ya se vende en Europa a menos precio que el nuestro; 2º que es de urgente necesidad el que nuestro gobierno tome en sus manos la dirección de aquellas fuente de sus recursos, pues a la fecha está dirigidas por industriales extranjeros, cuyos intereses no son armónicos con los de nuestro país.

El presente epílogo supone, para ser comprendido en todo su alcance, la lectura previa del anterior o, por lo menos, la convicción de que lo afirmado por mí sobre ese problema es perfectamente exacto.

Destinado a la publicación el presente escrito está redactado en vista de esa circunstancia.

Persuadir al público de que es conveniente para los intereses económicos generales de la nación el que la riqueza de las provincias chilenas que contienen aquella preciosa sustancia quede en Chile en lugar de marchar al extranjero, como hoy sucede, es tarea fácil de llenar porque está la conciencia de todos; mas convencer a los chilenos de la justicia que los asiste en procurar que sea suya aquella riqueza –legítimo botín de una obligada y cruenta guerra de cuatro años– no es tan sencillo como pudiera creerse.

Hay muchas personas en quienes la sola palabra “chilenización”, tratándose de esa industria, despierta sentimientos de rechazo, ideas repulsivas antipáticas, como si se tratara de un acto incorrecto, fraudulento aun. ¿Por qué? ¿Hay algo más natural y justo que el pueblo que conquistó el salitre en franca lid, merced a su patriotismo y a su superior organización respecto de sus enemigos, disfrute del único premio obtenido a costa de su esfuerzo, de sus virtudes cívicas y de su sangre?

Antes de exponer algunas ideas sobre la chilenización de dicha industria, me he visto, por lo tanto, forzado a inquirir la causa de esa errada manera de sentir y de pensar, problema que conozco por haberle dedicado muchos años de estudio y de meditación, pues lo considero de altísima importancia nacional.

Ingrata tarea es la de censurar sentimientos, y más aún cuando ellos son colectivos, inconveniente que arrostro porque estimo una necesidad el hacerlo.

En mis apreciaciones no deben verse tendencias políticas de ningún género, porque no las hay. Creo en la sinceridad de los hombres y de las doctrinas que me veré en el caso de impugnar.

Al establecer que atraviesa nuestra patria por uno de los más peligrosos estados sociales que pueden afligir a una nación, adoptaré la calma aparente de que se reviste el médico que diserta sobre una grave dolencia de su propia madre.

Decadencia del Espíritu de Nacionalidad

Uno de los fenómenos más extraños que pueden observarse en nuestro país es el escaso desarrollo de su instinto de conservación nacional, de ese egoísmo tan lógico y necesario a la vida de toda nación.

Como esta tesis es fundamental en el presente análisis, he de recordar, aunque sea a la ligera, algunos de los principios generales que le sirven de base, especialmente el relacionado con el elemento extranjero y sui papel en la sociedad.

El hermoso código político de Chile acuerda a los extranjeros mayores garantías que cualesquiera de las constituciones modernas; pero esa liberalidad era sólo la manifestación de los sentimientos hospilatarios de este pueblo, pues los mismos hombres que lo redactaron dieron elocuentes muestras de estar adornados de vivos sentimientos de nacionalidad, tanto en las disposiciones de organización interna como en el rumbo impreso a las relaciones internacionales. Sólo en el último quinto de siglo empezó a manifestarse esa decadencia del instinto primordial de toda nación, acentuándose a medida que han corrido los años.

La causa de este fenómeno social es a la fecha bien conocida, pues ha preocupado en los últimos años a los más eminentes pensadores, los cuales la han estudiado en la historia de los diversos países en que se ha presentado, constatando la uniformidad siempre fatal de sus resultados.

Un estudio particular de él en América Latina y especialmente en Chile, ha hecho el historiador estadounidense Uriel Hanock en su History of Chile, y uno general y luminoso sobre el mismo tema ha desarrollado Broock Adams, también estadounidense, en su reciente y ya famoso libro Ley de la Decadencia de las Naciones. En Europa, este interesante problema ha sido tratado por lo más esclarecidos talentos dedicados al estudio de la evolución histórica de las naciones.

El más importante de los factores que contribuyen a la decadencia de esa virtud social es el representado por el comerciante extranjero, tema que ocupa la mayor parte de la obra del filósofo Broock Adams, y que es el pertinente en esta ocasión dado el fin principal de mi tema. De su obra citada son la mayor parte de las ideas aquí expuestas.

Es en realidad el mercader extranjero –por el hecho mismo de la internacionalidad del gran comercio– el que emprende la tarea de minar el sentimiento de nacionalidad, que contraría sus cálculos mercantiles. Las doctrinas humanistas igualitarias ejercen su influencia desmoralizadora análoga a la del mercader, pero en escala relativamente insignificante, y en Chile es, puede decirse, nula.

El comercio propaga sus doctrinas disolventes apoderándose de una parte de los diarios, los cuales viven así mismo de aquél; y por medio de los millares de incansables mensajeros que día a día parten de las prensas recorriendo el país de un extremo al otro, las doctrinas disociadoras van lentamente abriéndose camino en la opinión.

La dirección que en su desvío toman las nuevas ideas, indica claramente su origen: no es la felicidad del pueblo su incremento numérico, su progreso moral y político lo que preocupa al inmigrante mercader; ni lo desvelan la seguridad presente ni el provenir de la nación en que se hospeda. No ve una sociedad, un pueblo organizado moral y políticamente en el país en que se especula, sólo ve sus riquezas explotables, y su sola preocupación es la de apropiárselas con el menor sacrificio de su parte. La idea de nación está reemplazada por ellos por la de territorio más o menos rico, más o menos poblado; sus habitantes son factores de producción y de consumo, e instrumentos vivos de explotación, a los cuales creen justo y lógico reemplazar por otros más apropiados a su intento, si los indígenas no les convienen.

Aparecen como triunfantes en el campo de la filosofía social las doctrinas economistas, tales como las de Starck, Marx, etcétera.

La felicidad de un país es aquilatada por el monto de las importaciones y exportaciones, y por los balances de los bancos, siendo para ellos tan próspero a la fecha el pueblo esclavo del Congo como el de Suiza o el de Dinamarca, cuyos balances generales son semejantes. Así hemos visto a los diarios de alto comercio, que es aquí el comercio extranjero, exhibir en el primer mes de este año los magníficos balances presentados por los bancos extranjeros establecidos en el país y el de algunos de los nacionales como prueba evidente de la próspera y feliz condición del pueblo de Chile a la fecha, lo cual está muy distante de la verdad.

Esta misma prensa es la que aconseja la inmigración en escala sustitutiva del elemento étnico nacional, la que bate palmas a los grandes presupuestos fiscales, la pregonadora de la absoluta quietud política con el pretexto de administración, doctrina cuyo triunfo ha traído el debilitamiento y la desorganización de los partidos históricos de Chile.

Cuando el criterio utilitarista del mercader invade las clases dirigentes de un país, se ven trastornadas las bases morales de la Constitución de los estados. Aquel “amor a su pueblo” manifestado por el Jefe de una nación, y que sirve de norma segura al historiador para aquilatar su talla de gobernante, queda relegado al olvido. Por poco que el pueblo resista la explotación a que las ideas utilitarias desean someterlo, en vez de aquel amor, la pauta que sirve para distinguir la clase gobernante es, al contrario, primero la indiferencia, luego el desprecio y, en los casos graves, el odio por el pueblo cuyos destinos están encargados de dirigir.

Broock Admas se detiene especialmente en este punto de su tesis al delinear las causas de la caída del Imperio Romano.

Olvidan las doctrinas sociales económicas que una nación es antes que todo una entidad moral y jurídica, no es una asociación mercantil.

El apotegma “no sólo de pan vive el hombre” es aún más exacto aplicado a las naciones que a los individuos. Una nación puede soportar los más extremos rigores de la pobreza sin desorganizarse y sucumbir, pero ni rica ni pobre podrá conservar su existencia si pierde los sentimientos fundamentales de toda sociedad. En medio de la más colosal opulencia cayó Roma, cuando sus hijos perdieron sus ideales de patria y sus virtudes domésticas y cívicas.

Pero el comerciante extranjero sabe sacar provecho de las vicisitudes, de los espasmos y de la agonía de los pueblos en disolución, con tal que su muerte sea tranquila. Las convulsiones violentas que el sentimiento de su ruina produce en el ser social, perturban los cálculos mercantiles; por esa causa es siempre partidario de la represión más enérgica de toda manifestación de malestar social.

“El comerciante europeo, ha dicho Uriel Hancock, ha sido siempre en la América española el sostenedor de todas las tiranías”.

Las antisociales doctrinas utilitarias han abierto ya una amplia brecha en el sentimiento de patria del pueblo chileno; felizmente el mal aún está limitado a los que permanecen más directamente vinculados con el comercio extranjero. Sus consecuencias son muy visibles en todas las manifestaciones de la vida del Estado, especialmente en lo que se relaciona con su faz económica como es natural.

Al avance de las ideas del mercader inmigrante en las esferas de gobierno debe culparse el que se hayan verificado en estos últimos tiempos hechos que no tienen otra explicación plausible ni se han visto en ninguna otra nación bien organizada.

A esos hechos pertenece la existencia en Chile de una larga serie de instituciones mercantiles que extraen del país gruesas sumas de dinero sin haber introducido jamás en él un gramo de oro ni cosa que lo valga. Les ha bastado establecer bancos o instalar un escritorio, abrir libros y publicar anuncios sobre seguros u otros giros semejantes para iniciar su pingüe negocio. Gozando aquí de positivas ventajas, pagando una contribución irrisoria, muchas de ellas ni siquiera tienen en Chile su domicilio legal. Los capitales que de aquí se llevan van a pagar a Europa, a Estados Unidos y al Canadá el impuesto que les corresponde y del que Chile les hizo gracia.

Otro hecho también privativo de Chile e hijo de la misma perturbación de ideas es el auxilio prestado a bancos extranjeros con dinero fiscal. El gobierno estadounidense depositó fondos de la nación a plazo limitado y al interés corriente en algunos bancos nacionales durante la pasada escasez mundial de capitales. Pero aquí esos depósitos han sido hechos en las cajas de algunos bancos extranjeros, perdiendo el Estado tres o cuatro por ciento, de lo que le cuesta ese dinero, y a un plazo indefinido, tal vez eterno, dadas las ideas reinantes sobre esta materia. Esto equivale a regalar a extranjeros el dinero del pueblo chileno para que aquéllos lo presten al mismo pueblo al grueso interés corriente.

Como dato sugestivo he de recordar que, según los estatutos de uno de esos bancos, ningún chileno puede formar parte de su directorio.

A la misma categoría de los hechos anteriores, y más directamente relacionado con nuestro tema, pertenece la creación de la Caja de Crédito Salitrero, mediante una ley votada por el Congreso en agosto del año último. El reglamento por el cual esa institución debe regirse está calculado para que sus beneficios los reporten en su totalidad o poco menos las oficinas pertenecientes a extranjeros, puesto que sólo podrán optar a los préstamos fiscales aquellas oficinas que hayan elaborado salitre y tengan cuota fija por la Constitución, lo que acontece con la gran mayoría de las empresas salitreras nacionales.

Respondiendo al espíritu que creó la institución recordada se prestaron por administración fuertes sumas de dinero nacional a una empresa extranjera de salitre, hecho demasiado conocido del público y que ha dado origen a manifestaciones políticas en el Congreso, manifestaciones que habrían seguramente adquirido las proporciones de una tempestad si una largueza semejante hubiera sido otorgada a una empresa nacional.

Se han aducido en justificación de aquella extraordinaria generosidad el impedir que el fracaso de aquella empresa –lógico por la desproporción entre sus vastas ambiciones y sus limitadas facultades financieras y directivas– produjera perjuicios a terceros, y los irrogara asimismo a la principal industria del país.

Pero hay razones para creer que la causa primordial de esa largueza, y la que ha hecho tolerable ante la opinión, no fue el temor de que los perjudicados no fueran sólo fallidos y la industria del salitre, sino su condición de extranjera; pues que muy poco antes se dejó cerrar sus puertas a un banco chileno sin prestarle ayuda eficaz y sin protesta, siendo que a dicha institución estaban vinculados cuantiosos intereses, todos nacionales, y numerosos industriales salitreros, también nacionales.

Como una ironía del destino llegó a Iquique por aquellos mismos días en que se negociaba dicho préstamo, la Memoria del delegado en España de la Combinación Salitrera, don Juan Gavilán, en la cual este caballero anuncia que en Guadalajara, a media hora de Madrid, se han iniciado los trabajos de implantación de la primera fábrica de salitre artificial, entrando aquella nación en el concierto europeo tramado para arrebatar a Chile su principal industria y procurar su ruina.

Sólo como fruto de este mismo extravío puede explicarse otra serie de hechos administrativos de que no hay ejemplo en otras naciones cultas como, v. gr., el de que el colono extranjero goce ventajas cuatro o cinco veces superiores al colono nacional; que reciban subvención fiscal algunas compañías extranjeras de navegación, cuando las nacionales deben pagar impuestos, el escaso interés con que se miran la falta de instrucción y de educación en la clase pobre del país, su carencia de habitaciones apropiadas y su envenenamiento paulatino por lo quince mil o más taberneros inmigrantes establecidos en Chile; el hecho de esa preferencia oficial, que está contaminando al público, por la manufactura europea en igualdad o inferioridad de fabricación a la producida en el país; el de ese desplazamiento forzado y general del artesano y del operario chilenos en las pocas industrias existente y en las faenas a cargo del Estado, desplazamiento que se inicia ya en las tareas agrícolas, etcétera.

Una de las manifestaciones más graves de esa sustitución del criterio del gobierno de un pueblo por el de su explotación es lo que sucede a propósito de las tierras llamadas del Estado y su manera de poblarlas.

El dueño de las tierras de una nación es el pueblo de que está formada. El Estado es sólo administrador de ellas y administrador en beneficio de su mandante y verdadero dueño. Eso es elemental e inamovible en derecho público. Pues bien, aquí se ha entronizado poco a poco y sin resistencia la doctrina de que los ciudadanos que ocupan transitoriamente altos puestos administrativos, tienen derecho a regalar las tierras del pueblo chileno a extranjeros de cualquier parte y de emplear en que se las acepten los dineros del mismo pueblo despojado.

Fue, según Tito Livio, el desplazamiento del labrador romano libre por el esclavo importado lo que dio origen a los latifundia cuando la explotación del suelo y demás riquezas de Italia reemplazó en los cónsules el papel de gobernantes de aquel pueblo, fenómeno al que dicho historiador atribuye la decadencia de su patria, como es bien sabido.

En Chile esta doctrina, que está llevándonos con premura al terreno de la práctica, es incompresible dada la fuerte emigración de su pueblo por la carencia de un lote de tierra en que fundar un hogar.

A la emigración de agricultores desposeídos por colonos extranjeros en las provincias del sur, y a la de los jornaleros, se ha seguido la de los artesanos nacionales, desplazados por la inmigración forzada.

Es también elemental en demografía que cada hombre que sale de su país deja en él una mujer de su edad. Esos jóvenes que emigran de Chile –y son siempre hombres en la plenitud de la vida los que emigran voluntariamente– representa, pues, cada uno una familia perdida para la nación. Si a detenerlos ofreciéndoles un lote de tierras baldías se destinara siquiera la mitad de lo que se gasta en traer extranjeros, el país se poblaría totalmente de chilenos en menos de una generación, ahorrándonos, además, esas misiones suplicantes e impropias ante soberanos extranjeros para conseguir envíen a sus súbditos a tomar posesión del suelo chileno.

A igual fin contribuiría la cesión de un lote de tierras y los adelantos acordados para los colonos extranjeros a los centenares de artesanos y de operarios chilenos que han quedado cesantes con el paro de varias maestranzas de los ferrocarriles del Estado, debido al encargo al extranjero del material rodante.

Los cincuentas y tanto millones de pesos invertidos en dicho encargos en los tres últimos años y en el corriente producirán unos dos o tres millones de pesos en primas a los que han efectuado esos encargos. Si este dinero lo percibiera el erario nacional, al cual de derecho pertenece, podría emplearse en convertir en colonos a dichos artesanos, evitándoles que se vean en la necesidad de abandonar a su país, pues los numerosos emigrantes que llegan continuamente ocuparán su puesto –si es que aquellos talleres reabren sus puertas.

En todas partes se considera como destinadas al bajo pueblo, al ciudadano desvalido, como el llamado a ocupar las tierras fértiles del Estado, pero el criterio de explotación de las riquezas sustituido al de gobierno del pueblo, no tiene que ver con la clase o raza de sus habitantes ni el comercio hace cálculos para muchos años después.

Así se explica la urgencia manifestada porque este territorio esté luego lleno de elementos de producción y de consumo, sean ellos de cualquier continente y de cualquier color.

Con su criterio particular el mercader no hace distinciones entre habitantes y ciudadanos. Para la marcha de sus especulaciones tanto o más le da la invasión de un país por un ejército extranjero de cien mil hombres como el incremento natural de sus pobladores en una cifra del mismo monto. Para él gobernar una nación es llenarla de gentes. El antiguo proverbio “la fuerza de las naciones no se mide por el número de sus habitantes sino por el de sus ciudadanos” no reza con sus cálculos.

Es también muy elocuente a este respecto lo que acontece con el comercio de cabotaje, servido en todos los países medianamente organizados por marina nacional protegida eficazmente no sólo por razones económicas sino, también, de seguridad. Las compañías chilenas de navegación, que en diversas ocasiones se organizaron con ese propósito, han fracasado por falta de protección oficial, sujetas, además, a contribuciones en su calidad de chilenas y domiciliadas en el país.

Para apreciar en todo su valor el fenómeno sicológico a que vengo refiriéndome, y la buena fe con que se aceptan sus consecuencias, aun en contra de los intereses pecuniarios, ha de saberse que la última compañía chilena de navegación, disuelta por falta de protección, había sido formada por personas que ocupaban altos puestos en el gobierno, a los que habría sido fácil hacer valer sus influencias políticas para obtener auxilio a que tenían derecho.

En cambio, se han enviado agentes especiales a otras naciones a conseguir que se organicen compañías de navegación para entregarles el acarreo marítimo de los puertos chilenos, ofreciéndoles ventajas que se han negado a los nacionales. Una de estas empresas de navegación se ha formado con la base de unos treinta millones de pesos valor de los pasajes acordados por el gobierno a las treinta mil familias extranjeras que tiene derecho a introducir en el país un empresario de inmigración.

La introducción de esas ciento treinta o ciento cincuenta personas, de las que ya se anuncia la primera partida, producirá en Chile el grave daño, pues la emigración de los chilenos será mucho más activa.

Las crisis económicas se traducen en demografía por la disminución de los matrimonios y, en consecuencia, por la de los nacimientos. La población de los países en malas condiciones económicas se ve disminuir tanto por la emigración como por la falta de la renovación natural de sus habitantes. Con la tremenda crisis que hoy azota al país y la llegada de un tan excesivo número de inmigrantes, el reemplazo del pueblo chileno por extranjeros de varias razas y nacionalidades avanzará un gran paso en su marcha invasora.

A los que reciben beneficios con el desplazamiento de los chilenos les basta una somera reflexión para comprender los resultados finales de ese rápido procedimiento de reemplazo, pero la clase baja del país, que sufre directamente las consecuencias, no necesita raciocinar para comprenderlos. De ahí su resistencia, y de la inutilidad de ésta, la depresión de su voluntad, su escepticismo moral, que empiezan a manifestarse, y su ansiedad patriótica.

Al reemplazo de las clases populares de Chile por individuos de razas exóticas, ha seguido de cerca, comiera natural esperarlo, el de la reducida clase media de la sociedad tanto en el comercio como en los cargos administrativos mejor rentados, en el profesorado nacional, en las profesiones liberales y demás esferas de la actividad dónde los chilenos de esa escala social pueden adquirir un puesto que los habilite para establecer un hogar en armonía con la clase a que pertenecen.

Por las publicaciones de la prensa independiente se ha probado hasta el cansancio que todo ese exotismo no tiene absolutamente razón de ser, salvo para la introducción de algunos profesores y especialistas contratados en el extranjero. La protesta de los ingenieros como la solicitud de los médicos chilenos, que han visto la luz pública, han establecido fehacientemente que su condición de inferioridad impuesta por los poderes públicos respecto de sus colegas extranjeros en cuanto a rentas, consideraciones y facilidades en el ejercicio de sus profesiones respectivas, sólo obedece a ese mismo extraño espíritu de injusticia que hiere a la fecha todo lo que es chileno.

Como se sabe, las grandes construcciones públicas en proyecto serán explotadas por las compañías extranjeras que las construyan y por una larga serie de años, hecho que reforzará sobre manera las influencias de toda especie que el elemento exótico ejerce en la dirección del Estado.

El extranjero goza entre nosotros de la exención casi completa de contribuciones, que la riqueza fiscal hace innecesarias, sin embargo, es muy manifiesta en la actualidad la disminución del aprecio que antes sentía por nosotros, como se colige, entre otros hechos del cuidado que muchos ponen en inscribir a sus hijos en los registros de sus respectivos cónsules, con el fin de conservar su nacionalidad extranjera y eludir los deberes del ciudadano chileno.

A propósito del servicio militar, el auditor de guerra don J., Santa Cruz Ossa, decía en una vista pública pocos días ha, con mucha razón:

El país ha hecho y continúa haciendo sacrificios de todo género por fomentar la inmigración y lo natural es esperar que esos sacrificios sean compensados, por lo menos, con el crecimiento de nuestra población nacional.

No es posible suponer que la mente de nuestros gobernantes haya sido formar dentro del territorio colonias extranjeras, que permanezcan desvinculadas en absoluto de nuestra nacionalidad y en las cuales los que forman parte de ellas se limiten a usufructuar de todos los beneficios que, al igual de todos los ciudadanos chilenos, concede nuestra legislación a los extranjeros y a sus hijos nacidos al amparo de su suelo, sin que haya derecho, a su vez, para exigirles las cargas que las mismas leyes les imponen.

Idéntica situación atravesaron los Estados Unidos antes de la ley de nacionalización que rigen a la fecha en ese país. A mediados del siglo pasado los inmigrantes formaban una gran parte de la población, lo que hizo decir a Mr. Banks en el seno del Congreso de su país, como lo recuerda el señor Santa Cruz:

Si esta porción de nuestro pueblo, si más de veinte millones de los nuestros son súbditos de los Estados de Europa, entonces los Estados Unidos no tienen independencia. Pueden tener número, industria, comercio, letras, ciencia, pero no son independientes.

En Estados Unidos se alarmaban con mucha razón de la condición civil privilegiada, sin equidad, injusta, en una palabra, de que gozaban los extranjeros allí domiciliados. Entre nosotros sucede hoy todo lo contrario: a las múltiples ventajas de que ya gozan, se añadirá pronto, según se espera, el derecho de intervenir en la política activa de la República. Pende de la consideración del Congreso un proyecto de ley de origen oficial en el que se acuerda a los extranjeros el derecho de formar parte de las municipalidades, las cuales, según sus atribuciones, ejercen acción preponderante en el régimen electoral vigente.

Sé que una de nuestras colonias extranjeras, la de sicología más opuesta a la nacional, se prepara, por consejo de su soberano europeo, para tener un representante propio en nuestro próximo Congreso.

No sin razón ha dicho recientemente un estimado escritor nacional comparando a nuestra patria de hoy con la de veinticinco años atrás:

¡Y hubo entonces Brújula con norte que determinaba el rumbo del presente y del futuro de este Chile, cuando Chile era país!

En aquella época que formaron y sirvieron nuestros padres, los chilenos gobernaban a Chile que era de ellos, y las leyes se dictaban en su bien; y como se dictaban se cumplían, porque eran buenas, eran sanas y sus propósitos propendían, de palabra y de verdad, a necesidades generales de la tierra.

Y los extranjeros, que venían de otras tierras a buscar en ésta su fortuna, desarrollaban al mismo tiempo la fortuna nuestra, y no hicieron entonces ni directa ni indirectamente nuestras leyes y gobiernos.

Es fácil comprender que, si a una sustitución sistemática de las dos clases de ciudadanos que forman la base de toda sociedad, se añade que el dinero de éstos se entregue a los llamados a reemplazarlos y se le confiere derechos políticos, el fin de ese pueblo no se dejará esperar mucho tiempo. Tanto más grave será esto en Chile, país de corta población y en el que el fisco posee cuantiosas entradas, si ellas han de ser puestas al servicio de esa destrucción de la nacionalidad.

Sin duda alguna que el pueblo de Chile estaría llamado a desaparecer si una reacción nacionalista no viniera pronto a detener su marcha a la extinción. Chile, el territorio así llamado, subsistiría con todas con todas sus propiedades físicas, tal vez, con su propio nombre, probablemente con distintas fronteras; pero la nación chilena, las familias organizadas en entidad política, fundadoras de una patria y creadoras de su corta, pero honrosa historia, habría desaparecido para siempre.

Sólo la atenta observación de numerosos hechos convergentes y luego su contemplación en conjunto pueden traer a nuestro espíritu la percepción sintética y clara de uno de esos estados de transición hacia su ocaso, a menudo de marcha lenta, porque atraviesan las naciones. La inmensa mayoría de las personas no tiene el hábito de ese trabajo mental. Además, sus ocupaciones de la vida diaria absorben generalmente toda su atención, no dejándoles tiempo ni voluntad que dedicar a generalizaciones de esa especie. De ahí que hechos de aquella naturaleza, evidentes para algunos, pasen desapercibidos para la opinión pública.

Cuando alguna de estas perturbaciones en la marcha regular de una sociedad empieza a causar perjuicios de varias órdenes que alcancen a una porción considerable del público, las quejas de los lesionados vienen de todas partes, varias en el tono, en el motivo, desarmónicas, incongruentes al parecer. Cada uno aprecia su propia lesión sin encontrar ni buscar relación que pueda tener con la de los demás.

En la atmósfera moral de Chile flota a la fecha un vago presentimiento de males futuros, de intranquilidad por el porvenir, de presagios siniestros; algo como la conciencia de un mal interno indefinido que royera sordamente los centros mismos de la vida nacional. Esta alarma general de los ánimos ha traspasado ya lo límites de la inquietante duda y el pueblo chileno empieza a perder la antigua fe en sus destinos. El lazo que une los mil motivos particulares de descontento es, pues, el sentimiento de nacionalidad, el instinto magníficamente desarrollado de patria.

Los prejuicios materiales de cada uno, ni sus injustas postergaciones, ni la suma de todos ellos bastan para explicar la dolorosa alarma de los corazones chilenos: no es el presente ni el futuro económico de su país lo que en primer término los inquieta, es su porvenir orgánico, su existencia de nación, de entidad política, de patria lo que sienten amagado por su base; notan que Chile empieza a descender la pendiente de la desorganización en cuya sima ven con espanto su disolución final.

Esas perturbaciones del alma colectiva han sido estudiadas por Bossuet, Gobineau, Spencer, Mommsen, Taine, Robot, Le Bon y otros sabios europeos, y ellas tienen siempre como causa natural la alteración étnica de los pueblos en que se presentan. Desde el Águila de Meaux –fundador de la doctrina en su interpretación de la caída de Roma– se ha establecido la influencia desquiciadora del extranjero sobre los ideales religiosos, morales, políticos y demás cuyo conjunto armónico forma el alma de una nación. Basta una corta proporción de raza de sicología diversa en un pueblo, dice Le Bon, para acarrearle las más graves perturbaciones.

En Chile, como hemos notado, el exotismo ha invadido las esferas oficiales y adquirido una preponderancia por todo extremo peligrosa. La prensa del poderoso comerciante extranjero y el periodista inmigrante con su tenaz campaña de burlas, de censuras, de reproches y hasta de injurias a todo lo genuinamente chileno, renovada día a día, sin perder oportunidad, sin descanso, durante años y años, produciendo primero el rechazo, luego el silencio y más tarde la duda en los mismos chilenos, ha traído por fin el desaliento a su alma cuando ha visto traducirse en hechos innumerables de flagrante injusticia lo que empezó como simple doctrina de desprestigio.

La perturbación en los sentimientos fundamentales de la moral familiar de un pueblo producida por una excesiva introducción de extranjeros de moral diversa, llama con especialidad la atención de los autores, pero aquí no debemos sino recordarla.

La presencia de extranjeros que han adquirido la ciudadanía en la nación a que llegan sin haberse adaptado al modo de pensar y de sentir de ese pueblo, sin haber hecho suyos sus ideales, constituye un gravísimo factor de perturbaciones, por la circunstancias de que su exótica sicología es considerada como la de un ciudadano de esa nación, como las de un individuo de su pueblo. Con mayor razón es funesta la persistencia de esa falta de adaptación en los descendientes de aquellos extranjeros, puesto que su ciudadanía de nacimiento los habilita para el desempeño de todos los cargos públicos.

De tan extrema gravedad es el hecho apuntado que Bossuet no vacila en culparlo de la decadencia de la Ciudad Eterna y de su imperio. El Senado y demás gobernantes de sangre latina fueron sustituidos paulatinamente por ciudadanos romanos de sangre exótica cuando los bienes de fortuna habilitaron a los ciudadanos de cualquier procedencia para ocupar los cargos del Estado. La igualdad social que desde Canuleyo había autorizado el bastardeamiento de la raza latina primitiva permitiendo su unión con los pueblos indígenas de Italia, terminó su obra destructora de la nación romana en las postrimerías de la República, cuando Italia se llenó de inmigrantes venidos de todas las provincias del vasto imperio, a todos los cuales se había hecho extensiva la ciudadanía romana, sin que los ligaran a los antiguos fundadores de la grandeza de Roma ni los vínculos de la sangre, de la tradición, de su culto, de sus glorias. El romano perdió sus virtudes porque había cambiado de raza.

Esa genial manera de comprender la evolución del imperio romano ha sido comprobada minuciosamente más tarde por los más sabios investigadores, con Gobineau y Mommsen a la cabeza, y es a la fecha la base de la metodología histórica.

El gran filósofo inglés Herbert Spencer aconsejó a los japoneses no permitir inmigración occidental ni mezclar con los europeos su raza, so pena de degeneración y pérdida de su nacionalidad.

Roosevelt, hoy el más ilustre de los estadistas, penetrado de la gravedad que entraña la presencia de inadaptados entre los ciudadanos de la Gran República, en su hermoso libro El Ideal Americano, expresa que el extranjero que adopte la nacionalidad estadounidense ha de estar dispuesto, llegando el caso, a empuñar las armas a favor de Estados Unidos y en contra de su patria de origen. Su tesis la ilustra a la vez con razonamientos y ejemplos prácticos tomados de su propia nación.

Los antiguos gobernantes de Chile exigieron la obtención de la ciudadanía a los primeros colonos extranjeros, y el juramento de adhesión y de fidelidad a su nueva patria prestado por los primeros colonos alemanes de Valdivia fue muy hermoso y lleva implícita la condición exigida por el sabio presidente de la Gran República.

El colono inmigrante Karl Andwanter, tomando la palabra a nombre de todos sus compañeros, dijo antes de firmar su título de ciudadano chileno:

Prometemos ser ciudadanos honrados y laboriosos como el que más los sea, amar a nuestra nueva patria como sus propios hijos la aman, y formar con ellos en las filas contra cualquier enemigo extranjero.

A la fecha se estimula y protege por los poderes públicos chilenos la formación de colonias extranjeras que hacen alarde de conservar su primitiva patria, que perseveran en su fidelidad a un soberano extranjero de quien reciben protección y auxilios pecuniarios, constituyendo verdaderas provincias extranjeras, como lo manifiestan sin ambages, dentro de nuestra nación, hiriendo con ello profundamente los sentimientos de nacionalidad de sus ciudadanos.

Dada la inconsciente perturbación del espíritu nacionalista imperante hoy en Chile, es posible que muchos no acierten a explicarse las modernas doctrinas y encuentren exagerada la manera de llevarlas al terreno de los hechos por el sabio presidente de los Estados Unidos; pero es conveniente que sepan los empeñados en llenar de extranjeros a Chile y entregarles sus riquezas que es la destrucción de su patria lo que están llevando a cabo.

No se engaña, por lo tanto, el pueblo chileno al sentirse inquieto por el porvenir de su nación.

Hay personas que confunden –por falta de estudio y de meditación ordinariamente– al ser social con el ser universal, atribuyendo a ambos iguales pasiones y sentimientos, siendo que muchas veces son hasta opuestos. Tal sucede, por ejemplo, con ese sentimiento de conservación que aquí hemos contemplado.

El hombre es un ser incomparablemente más perfecto que el ser social; su individualidad está tan sólidamente constituida que sin peligro de ella puede dedicar una parte de su energía a otros fines que al de conservarla, estando, además, sus instintos reemplazados en gran parte por la inteligencia. Por el contrario, una sociedad, por más fuertemente constituida que se encuentre es, aun, un ser rudimentario de formación reciente al cual le es indispensable, para conservar su débil e imperfecta trama orgánica, emplear en sí mismo todas sus aptitudes y energías vitales, esto es, necesita ser egoísta, como lo son todos los seres inferiores y como lo es el niño de corta edad.

Ejemplo muy elocuente a este propósito nos los presenta los Estado Unidos: entre los hombres más generosos del mundo se encuentran los estadounidenses, y la nación que han constituido es precisamente una de las mejor dotadas de ese instinto de conservación, una de las más egoístas. A ese sentimiento de solidaridad nacional, a esa conciencia de su individualidad como nación en frente de otros individuos colectivos o naciones deben los Estados Unidos su poderosa vitalidad como pueblo. Sabido es que crearon sus industrias cerrando puertos a toda manufactura extranjera. No habrían sido extranjeros los explotadores del salitre si ellos hubieran conquistado la tierra que lo produce como han impedido que extranjeros posean minas en las tierras conquistadas a España. Estados Unidos es para los estadounidenses; allí no hay empleados públicos extranjeros, ni siquiera el más insignificante contrato de obra fiscal puede pretender uno que no sea ciudadano de la Gran República. Presentado está al Congreso de aquella poderosa nación un proyecto que será luego ley y donde se impone una fuerte contribución a toda heredera americana que se case con extranjero y pretenda sacar del país la fortuna que en el país se ha formado, lo cual parecerá un insensato egoísmo a los que no saben explicarse esta clase de fenómenos sociales.

De aquella rica y sabia República tenemos mucho que aprender. Ella debería ser nuestro espejo, nuestro guía, nuestro mejor amigo, en vez de alejarnos de ella dejándola relegada al olvido y en condición desventajosa respecto de algunas naciones europeas con las cuales hemos celebrado tratados de comercio, haciendo con esa conducta política contraria a los intereses permanentes del continente americano.

Conocido el papel desempeñado por el periodista extranjero entre nosotros, no debe hacerse caso de sus doctrinas, pues su campaña es interesada y, además, perfectamente falsa en su misión de desprestigio.

No hay viajero observador entre los que han visitado este país que no confíe en el porvenir que le está reservado, y su confianza la fundan, no en el clima ni en su riqueza del suelo, sino el carácter de su pueblo, de su raza autóctona, no del inmigrante de Europa o del Asia con el que se pretende reemplazarlo.

Ser chileno es una recomendación en los países que algunos conocen, salvo en los que tienen motivos particulares para no querernos.

Cinco repúblicas americanas nos han pedido maestros para su ejército, para su marina o para sus planteles de educación.

En Estados Unidos, patria de la electricidad, un chileno dirige una gran usina eléctrica. En Inglaterra, patria de marinos, otro chileno –el único extranjero que ha merecido el honor– dirige la construcción de uno de los grandes acorazados que reforzarán la escuadra de nuestros hermanos brasileños.

A esos periodistas descomedidos que han dado en apostrofar de Boxer a los chilenos que manifiestan de algún modo su amor a su patria, es conveniente recordarles lo que el ministro chino en Berlín contestó a un reporter pocos meses ha:

El gobierno del Celeste Imperio, dijo al Ministro, está empeñado en apropiarse la civilización occidental, como lo ha hecho el Japón, para hacer suya la campaña de los Boxer, que hoy se ve forzado a reprimir, pues esa campaña está dirigida por la juventud más ilustrada de la China, contra la infiltración del mercader europeo que pretende tratarnos como pueblo en decadencia y fácilmente explotable.

 


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