CHILE, PAÍS DE MITOS:
¿GANAMOS LA GUERRA DEL PACÍFICO?
(primera parte)

Juan Diego Dávila Basterrica, Instituto Histórico Arturo Prat


En estos días, una vez más, el gobierno de Bolivia mantiene una engañosa campaña internacional, para recuperar lo que manifiesta ser “su litoral” perdido, a consecuencia de la Guerra del Pacífico, desatada –según ellos– por nuestro país en 1879 y en la cual resultamos victoriosos. Como fruto de este triunfo Chile le impuso el Tratado de 1904, manifestación de la ley del vencedor.

Resulta importante establecer que el triunfo fue sólo sobre Perú, porque los bolivianos abandonaron la lucha cuando estaba en pleno desarrollo y mal podrían situarse como vencedores o vencidos, pues después de la batalla de Tacna no existía ningún resultado bélico final. El vencido fue Perú, pues Bolivia había desaparecido y mal puede argüirse que el Tratado de 1904 fue una imposición sobre un vencido. Vencido es un combatiente y Bolivia no era combatiente, y disfrutaba de paz por más de veinte años.

Por otra parte en nuestro país existe la convicción de que fuimos los vencedores en una guerra sostenida contra Perú y Bolivia, desencadenada por el incumplimiento del país altiplano del Tratado de 1866 y por el cual Chile compartió su soberanía sobre Antofagasta con Bolivia para la explotación de la riqueza salitrera. Bolivia fue la administradora con la condición de que permitiera, sin ninguna limitación, explotar por los chilenos el mineral, en aquellos años tan apetecido como el cobre de hoy.

No es mi ánimo referirme a los antecedentes ni a los acontecimientos bélicos que finalmente llevaron a Chile a la victoria, conocidos por todos los chilenos en todos los niveles según su cultura histórica y recordados, curiosamente, más que nada por las derrotas militares frente a las armas peruanas: el Combate Naval de Iquique a cuyo conjuro nuestras fuerzas navales reiteran año a año su juramento de dar la vida por la Patria en recuerdo de Prat y sus marinos y el Combate de la Concepción donde hacen lo mismo nuestras fuerzas de tierra en recuerdo del sacrificio de Carrera Pinto y sus soldados.

En materia de triunfos sólo se recuerda la toma del Morro de Arica, por parte del Ejército, ocurrida el 7 de junio de 1880 y por la bravura desplegada se celebra privadamente el Día de la Infantería. Cuenta Francisco Antonio Encina que los marinos extranjeros que conocían la plaza habían cruzado apuestas sobre la duración del asalto, oscilando éstas entre tres días y dos semanas. El 3º y 4º de línea lo tomaron en 55 minutos.

Nadie celebra, ni el más patriota la toma de Lima, como resultado de la Batalla de Miraflores que permitió que durante la tarde del 17 de enero de 1881 el general Saavedra entrara a Lima. Baquedano haría lo mismo al día siguiente.

Sin embargo, en este ensayo no es posible pasar por alto la perenne y majadera afirmación boliviana del despojo de “su litoral marítimo del Pacífico”, sobre todo después de la publicación del Libro Azul que la cancillería boliviana ha distribuido a las cancillerías de la región y, seguramente a las de todo el mundo desde el segundo semestre del año 2004.

Ya nuestro presidente Don Julio Tapia Fallk se refirió en un documentado estudio sobre el tema, expuesto ante numerosa e ilustrada concurrencia en el Café Literario de Providencia el año recién pasado. Recientemente nuestro socio Don Hugo Rodolfo Ramírez Rivera, licenciado en Historia por la Pontificia Universidad Católica de Chile, ha realizado conjuntamente con el profesor Don Félix Gajardo Maldonado, Investigador en Cartografía Histórica de la Sociedad Chilena de Historia y Geografía, ilustre profesional a quien el país debe valiosos servicios, un profundo y acucioso estudio sobre La Cuestión del Despoblado de Atacama según los Documentos y la Cartografía Virreynal (1559-1821), inédito aún pues Hugo Rodolfo Ramírez me lo ha entregado para su publicación en el próximo número de nuestra revista Punta Gruesa, y del cual me permito citar a manera de axioma histórico-geográfico, debidamente autorizado por él, su décima conclusión:

X. El Reyno de Chile Encargado de Exigir Impuestos en el Puerto de Santa Magdalena de Cobija

Don Luis Tribaldos de Toledo, sucesor de Don Antonio de Herrera en el cargo de Cronista Mayor de las Indias en su obra Vista General de las Continuadas Guerras: Difícil Conquista del Gran Reyno, Provincias de Chile, de 1634, dijo: “el remate de las provincias de Atacama está en veinticuatro grados del Sur y en este punto y límite acaba la jurisdicción del Reyno del Perú y comienza la de Chile…”.

Es importante llamar la atención respecto que el referido Cronista Mayor no se dejó influenciar por el antes comentado mapa de Herrera y fue categórico en hacer extensiva la jurisdicción del Perú hasta el grado 24, donde comenzaban los términos de Chile. Los marineros relacionaban este paralelo con el Cerro San Benito, más tarde llamado Cerro Mulato (1214 metros sobre el nivel del mar).

Acorde con esta referencia y acatando un Oficio del 13 de septiembre de 1777, hecho por el Contador Mayor Don Tomás de Echevers, en orden de una mejor recaudación de los impuestos, el XXXII Virrey del Perú, Don Manuel de Guirior, Marqués de Guirior (1776-1780), aprobó el Reglamento presentado por Don Ramón del Pedregal y Mollinado, Oficial encargado de la Administración de los Reales Derechos de Almojarifazo y Alcabalas de la Ciudad de Santiago de Chile. Este Oficial redactó el 28 de noviembre del mismo año unas Instrucciones para cada Corregimiento.

En la prevención sexta de esta Instrucciones se lee: “Aunque el Corregimiento de Copiapó, cuya cabeza es la Villa de San Francisco de la Selva (ciudad de Copiapó), se contienen los puertos de Cobija y bahía de Mejillones, puerto de Betas (hoy Taltal, topónimo originado del nombre quechua de los jotes o buitres, Cathartis Aura, que habitan en el cerro vecino), el del Juncal (Chañaral), el de Copiapó o la Caldera, bahía Salada, puerto del Totoral y el del Guasco, como son tan accidentales las arribadas de navíos a ellos, con este arreglo y también de las cortas entradas que puedan ocurrir por la cordillera nevada, camino del Despoblado, y del territorio de aquella jurisdicción, el Administrador de este destino propondrá el sujeto o sujetos que conceptúe necesarios para mejor recaudación de dichos ramos y aumento de la Real Hacienda”.

Por su parte Don Joseph Fernández de Campino, Juez y Oficial Real de las Cajas Reales, en su memorial titulado Relación del Obispado de Santiago de Chile y su Extensión en virtud de Real Orden remitida al excelentísimo señor Don Joseph Manso de Velasco, del Orden de Santiago, Teniente General de los Reales Ejércitos, Presidente y Capitán General de este Reyno (de Chile), remitido a la Corte en 1744, dice: “se gradúa todo este Reyno desde el Cabo de Hornos que está en grado 56 hasta Cerro San Benito en grado 24”.

Por primera vez encontramos el Cerro San Benito en un mapa prolijamente diseñado y muy poco conocido, que apareció en el Atlas de Ortelius de 1587, indicando como autor a Didacus Mendezius (Diego o Diogo Méndez), posiblemente un pseudónimo. Dicho mapa se titulaba Peruviae Auriferae Regiones Typus, es decir Grabado de la Región Aurífera del Perú. Llama mucho la atención en el mismo, la precisión con que están trazados los ríos que conforman el Marañon y el Pilcomayo y, entre otros detalles, las islas de San Félix y San Nabor, situadas inmediatamente bajo el Trópico de Capricornio e indicando que fueron vistas por primera vez en 1574.

Estas islas tuvieron que ser las que descubrió el Piloto Don Juan Fernández y Sotomayor, el mismo que dio su nombre al célebre archipélago que inmortalizó Daniel Dafoe y que vivió hasta sus últimos días en la Hacienda Quintero, en el actual balneario de su nombre.

Debe tenerse en cuenta que San Félix y San Nabor fueron dos mártires cristianos, que la Iglesia Católica Apostólica Ortodoxa y la Romana celebran juntos el día 12 de julio, lo que permite suponer que en tal día fueron descubiertas las islas y que al continuar el Piloto Don Juan Fernández su periplo avistó el día de Santa Clara, 18 de agosto, a la pequeña isla de ese nombre de su descubridor. Fue Sarmiento de Gamboa quien sustituyó el nombre de Nabor por Ambor, el que terminó como Ambrosio.

Cuando el jesuita expulso chileno Abate Don Juan Ignacio Molina y Opazo, publicó en Bolonia en 1776 sin indicar nombre de autor su Compendio Della Storia Geografica, Naturale, e Civile de Cile, tuvo serias dificultades para encontrar un modelo de mapa que estuviese de acuerdo con sus conocimientos, por lo que tuvo que indicar como límite norte del Reyno de Chile el Cerro San Benito (Manuscrito Benedetto) en el grado 24.

Sin duda lo anterior reviste de la mayor importancia pero, en esta oportunidad, mi propósito es otro muy distinto. ¿Fuimos realmente los vencedores en esa guerra?

Yo sostengo que no, y fundo esta tesis en que la llamada “guerra” no fue tal; fue una campaña de la guerra contra la Triple Alianza del Cono Sur formada por Argentina, Perú y Bolivia enfrentadas a nuestro país en 1879 y que se desarrolló en dos campañas: la del Pacífico en que nuestras armas se impusieron a las de Bolivia y Perú, y la de la Patagonia donde las armas argentinas se desplegaron victoriosas al no encontrar resistencia armada de Chile.

“Campaña”, según el general prusiano Karl von Clausewitz, el no superado analista del arte militar, en su maciza obra Vom Kriege, es “un término que denomina a todos los acontecimientos de un solo teatro de guerra” y teatro de guerra es un “termino que denota apropiadamente esa parte de toda la esfera de la guerra que tiene protegida sus fronteras y posee de este modo una especie de independencia. Esta protección puede consistir en fortalezas, obstáculos naturales importantes que presente el país, o bien el hecho de que esté separada del resto de la esfera de guerra por una distancia considerable”. Y, finalmente, “guerra es un acto de fuerza para imponer nuestra voluntad al adversario”.

Para comprender que fue la Triple Alianza, nada mejor que leer al analista peruano Víctor M. Maúrtua quien en su obra La Cuestión del Pacífico declara:

Para llegar a los Tratados de 1866 y 1874, Bolivia había pasado un tercio de siglo en vísperas de una guerra con su colitigante.

Chile entretanto, no descuidaba su cuestión de límites con la república del Plata. Y, a la vez que ganaba terreno sobre el litoral atacameño, se extendía, pausadamente hacia el oriente y hacia el sur.

Era natural, por cierto, que rodeado, así, de situaciones violentas, no desatendiera ni por un momento la tarea de hacerse fuerte.

Cada tratado celebrado por Chile con Bolivia, o con la Argentina, era precedido de varios años de vivas y peligrosas discusiones durante las cuales Chile impulsaba la anarquía de sus vecinos y se armaba con toda actividad.

Dos años después del tratado chileno-boliviano de 1866, que tantas disputas originó, y, pendientes aún las negociaciones de fronteras con la Argentina, el ministro chileno en Londres se apresuró a celebrar un convenio con el de España, para que el gobierno inglés permitiera sacar de sus diques dos buques blindados para la península, en cambio de igual permiso para dos naves de guerra chilenas. Es de advertir que, por entonces, la guerra con España no había terminado de derecho, y Chile tenía con sus aliados el compromiso de no iniciar, por sí solo, ningún convenio, arreglo ni tratado. En presencia de esto, la actitud de Chile se hizo sospechosa, y el ministro peruano en Londres transmitió a su gobierno, en términos precisos, el temor que le asistía de que la preparación bélica de Chile se dirigiera contra sus vecinos.

En 1866, los agentes chilenos recorrían los Estados Unidos para adquirir, reservadamente, el vapor blindado Idaho. Chile llegó a tener, con esta actividad, en 1871, cinco naves de guerra y cuatro transportes. No le bastaron, sin embargo, y el Congreso mandó que el Gobierno hiciera construir dos buques de gran poder, el Cochrane y el Blanco, y dos auxiliares, la Magallanes y el Toltén.

Semejantes movimientos coincidían con los instantes críticos de Chile en sus relaciones de vecindad. Así, en 1866 y en 1872, empujaba a la Argentina fuera del grado 59 y del estrecho de Magallanes, y en 1875, después de sus aprestos navales, mandaba a su escuadra a los mares del sur, para hacer respetar sus pretensiones. Dos años antes, con motivo del desahucio del protocolo chileno-boliviano del 5 de diciembre de 1872, intentó tomar también de facto el grado 24. La ocupación no se efectuó, debido a la resistencia de algunos hombres públicos, que declararon “que no sería prudente ni provechosa”.

Los armamentos de Chile, muy superiores a sus necesidades, a su población y a sus recursos, alarmaron a la República de Argentina, y la obligaron a entrar en el mismo camino. Por eso, el ministro americano en Santiago informaba a su gobierno, “que durante años se habían ocupado estos países de acumular, a costa de grandes desembolsos, todos los elementos que juzgaban necesarios para una guerra”. El ministro americano deploraba que el dinero que hubieran podido dedicar al adelanto material del país, lo hubieran gastado en blindados y artillería.

Como era natural, la situación financiera de Chile se hizo, por esta causa, demasiado penosa.

Las entradas fiscales habían disminuido, las ricas minas de plata de Caracoles principiaban a agotarse, y los trigos y los cobres que constituían los principales artículos chilenos de exportación, se vendían a precios bajos. Para poder conservar la estructura de su gobierno en la forma establecida, y aplazar, a la vez, los efectos de una crisis, no había otro recurso que contratar nuevos empréstitos en Londres, no ya para la ejecución de nuevas obras de utilidad nacional, sino para poder continuar haciendo con regularidad el servicio de los anteriormente contraídos, y satisfacer los gastos de la administración pública.

Reconocida la imposibilidad de apelar de nuevo, a este expediente, en vista de la actitud del mercado financiero de Londres, agotado el crédito interno, asomó el papel moneda inconvertible, signo precursor de la ruina y de la bancarrota.

Un vecino en estas condiciones era, por cierto, muy peligroso. Bolivia, que no tenía ni ejército, ni escuadra, ni recursos, ni estabilidad siquiera, sintió escalofríos al contemplar la férrea y pesada armadura de Chile.

En 1872, la situación se presentaba para Bolivia más sombría, más vidriosa que en 1831. La prensa de Chile gritaba a voz en cuello la necesidad de proceder a ocupar de hecho todo el desierto de Atacama, fundándose en que Bolivia no había dado cumplimiento al Tratado de 1866. No faltaron con todo, hombres como don Marcial Martínez que tuvieron el valor moral de cuadrarse ante el clamor bélico de la multitud. “Es enteramente inexacto –decía el señor Martínez– que Bolivia no haya cumplido el Tratado de 1866. El tratado ha sido cumplido por ambos contratantes, en lo sustancial, y las cuestiones que después se han ventilado, a proposición de una u otra de las partes, han sido emergentes del pacto mismo como sucede generalmente en todo tratado. Algunos creen –agregaba el señor Martínez– que Chile debiera adoptar medidas de facto, análogas al memorable apremio real de Hernández Pinzón. Estoy muy lejos de participar de esta opinión. No tendríamos ni visos de razón con qué justificar nuestra conducta belicosa ante la América”.

No obstante la noble actitud del señor Martínez, la masa de la opinión parecía incontenible. El ministro boliviano en Lima, pedía en esa emergencia al gobierno peruano su apoyo en nombre de los intereses del Perú, que se hallan íntimamente ligados con la independencia e integridad de Bolivia.

El 19 de noviembre de 1872, casi un año antes de la alianza, el gobierno del presidente Pardo declaraba que el Perú prestaría su apoyo “para rechazar las exigencias que considerase injustas y atentatorias a la independencia de Bolivia”.

La política del Perú, en tales circunstancias, tenía un rumbo claro que seguir, conformándose a sus tradiciones. El Perú, en 1826, había abogado en el congreso de Panamá por la alianza de las repúblicas americanas. En 1848 dio la alerta contra las pretensiones de España, convocó un congreso de plenipotenciarios, y presentó el mismo plan. En el terrible conflicto de México, procedió de hecho como aliado, y prestó grandes servicios a la causa americana. En 1864 equipó su escuadra, reunió otro congreso americano y, dos años después, hizo suya la agresión española contra Chile, y vengó en el Callao, el 2 de mayo, el bombardeo de Valparaíso. En los conflictos de la América Central, que hicieron peligrar la independencia de una de esas repúblicas, intervino para defenderla. En la guerra emancipadora de Cuba, tomó parte dando a la causa de la libertad la sangre de sus hijos y dinero.

Un país nuevo, animado de semejantes ideales, no podía vacilar en presencia de la situación que se ofrecía a las repúblicas australes en 1872. Por una parte Chile, armado hasta los dientes, en eterno camino de invasión, envuelto en rencillas, acusado de fomentar revoluciones. Por otra parte, la Argentina y Bolivia, viviendo con el alma en un hilo, y temiendo despertar cualquier día al ruido de cañones y fusiles. El Perú, además, tenía mucho que guardar. Su departamento de Tarapacá era ya un emporio de riqueza, y en Chile despertaba una pasión demasiado golosa. Nada más natural, pues, que revivir la política de unión americana, de alianza para la común defensa, que el Perú había proclamado con entusiasmo desde 1826. Este fue el espíritu, éstos los móviles que presidieron la alianza. El texto del tratado, firmado el 6 de febrero de 1873, por lo demás, conformaría esa apreciación.


Centro Informativo de ALERTA AUSTRAL - Santiago de Chile - http://www.alertaaustral.cl - 2006